lunes, 10 de noviembre de 2008

La gallinita colorada

abía una vez, una gallinita colorada que encontró un grano de trigo. “Quién sembrará este trigo?”, preguntó. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella sembró el granito de trigo.

Muy pronto el trigo empezó a crecer asomando por encima de la tierra. Sobre él brilló el sol y cayó la lluvia, y el trigo siguió creciendo y creciendo hasta que estuvo muy alto y maduro.

“¿Quién cortará este trigo?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella cortó el trigo.

“¿Quién trillará este trigo?”, dijo la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella trilló el trigo.

“¿Quién llevará este trigo al molino para que lo conviertan en harina?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!”. Y ella llevó el trigo al molino y muy pronto volvió con una bolsa de harina.

“¿Quién amasará esta harina?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo el gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo!” Y ella amasó la harina y horneó un rico pan.

“¿Quién comerá este pan?”, preguntó la gallinita. “Yo!”, dijo el cerdo. “Yo!”, dijo el gato. “Yo!”, dijo el perro. “Yo!”, dijo el pavo. “Pues no”, dijo la gallinita colorada. “Lo comeré YO. Clo- clo!”. Y se comió el pan con sus pollitos.

FIN

miércoles, 3 de septiembre de 2008

La pizarra mágica


Iba una vez un niño caminando por un bosquecillo, cuando sobre un viejo arbol encontró una gran pizarra, con una caja de tizas de cuyas puntas salían brillantes chispas. El niño tomó una de las tizas y comenzó a dibujar: primero un árbol, luego un conejo, luego una flor...
Mágicamente, en cuanto terminaba cada figura, ésta cobraba vida saliendo de la pizarra, así que en un momento aquel lugar se conviertió en un estupendo bosque verde, lleno de animales que jugaban divertidos. Emocionado, el niño dibujó también a sus padres y hermanos disfrutando de un día de picnic, con sus bocadillos y chuletas, y dibujó también los papeles de plata y las latas de sardinas abandonadas en el suelo, como solían hacer.
Pero cuando los desperdicios cobraron vida, sucedió algo terrible: alrededor de cada papel y cada lata, el bosque iba enfermando y volviéndose de color gris, y el color gris comenzó a extenderse rápidamente a todo: al césped, a las flores, a los animales... El niño se dió cuenta de que todo aquello lo provocaban los desperdicios, así que corrió por el bosque con el borrador en la mano para borrarlos allá donde habían caido. Tuvo suerte, y como fue rápido y no dejó ni un sólo desperdicio, el bosque y sus animales pudieron recuperarse y jugaron juntos y divertidos el resto del día.

El niño no volvió a ver nunca más aquella pizarra, pero ahora, cada vez que va al campo con su familia, se acuerda de su aventura y es el primero en recoger todos los desperdicios, y en recordar a todos que cualquier cosa que dejen abandonada supondrá un gran daño para todos los animales


FIN

El flautista de Hamelin

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga. Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones". Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín". Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.
Yasí, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.
A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.
Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente. Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista. Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
FIN

El gato con botas

Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos. Acercándose la hora de su muerte hizo llamar a sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros lo poco que tengo antes de morirme". Al mayor le dejó el molino, al mediano le dejó el burro y al más pequeñito le dejó lo último que le quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.

Mientras los dos hermanos mayores se dedicaron a explotar su herencia, el más pequeño cogió unas de las botas que tenía su padre, se las puso al gato y ambos se fueron a recorrer el mundo. En el camino se sentaron a descansar bajo la sombra de un árbol. Mientras el amo dormía, el gato le quitó una de las bolsas que tenía el amo, la llenó de hierba y dejó la bolsa abierta. En ese momento se acercó un conejo impresionado por el color verde de esa hierba y se metió dentro de la bolsa. El gato tiró de la cuerda que le rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa. Se hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia palacio para entregársela al rey. Vengo de parte de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda este obsequio. El rey muy agradecido aceptó la ofrenda.

Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey de parte de su amo. Un día, el rey decidió hacer una fiesta en palacio y el gato con botas se enteró de ella y pronto se le ocurrió una idea. "¡Amo, Amo! Sé cómo podemos mejorar nuestras vidas. Tú solo sigue mis instrucciones." El amo no entendía muy bien lo que el gato le pedía, pero no tenía nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido, Amo! Quítese la ropa y métase en el río." Se acercaban carruajes reales, era el rey y su hija. En el momento que se acercaban el gato chilló: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡El marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El rey atraído por los chillidos del gato se acercó a ver lo que pasaba. La princesa se quedó asombrada de la belleza del marqués. Se vistió el marqués y se subió a la carroza.

El gato con botas, adelantándose siempre a las cosas, corrió a los campos del pueblo y pidió a los del pueblo que dijeran al rey que las campos eran del marqués y así ocurrió. Lo único que le falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo, así que se acordó del castillo del ogro y decidió acercarse a hablar con él. "¡Señor Ogro!, me he enterado de los poderes que usted tiene, pero yo no me lo creo así que he venido a ver si es verdad."
El ogro enfurecido de la incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo el gato- pero eso era fácil, porque tú eres un ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a que no puedes convertirte en algo pequeño? En una mosca, no, mejor en un ratón, ¿puedes? El ogro sopló y se convirtió en un pequeño ratón y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se abalanzó sobre él y se lo comió. En ese instante sintió pasar las carrozas y salió a la puerta chillando: "¡Amo, Amo! Vamos, entrad." El rey quedó maravillado de todas las posesiones del marqués y le propuso que se casara con su hija y compartieran reinos. Él aceptó y desde entonces tanto el gato como el marqués vivieron felices y comieron perdices.
FIN

Los 3 cerditos

En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar. El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.
El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó.
Los dos cerditos salieron pitando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.
FIN

La caperucita roja

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella. - ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca. - A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita. - No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta. Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer.

La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles. Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo. El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.

La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada. - Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes! - Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela. - Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes! - Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo. - Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes! - Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita. Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita.

Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba. El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó. En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

FIN

Las habichuelas mágicas

Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.



En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echo a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.

Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco

Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -Eh, señor amo, despierte usted, que me roban! Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él.

No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -Madre, traigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.

FIN

El burrito descontento

Érase que se era un día de invierno muy crudo. En el campo nevaba copiosamente, y dentro de una casa de labor, en su establo, había un Burrito que miraba a través del cristal de la ventana. Junto a él tenía el pesebre cubierto de paja seca. - Paja seca! - se decía el Burrito, despreciándola. Vaya una cosa que me pone mi amo! Ay, cuándo se acabará el invierno y llegará la primavera, para poder comer hierba fresca y jugosa de la que crece por todas partes, en prado y junto al camino!
Así suspirando el Burrito de nuestro cuento, fue llegando la primavera, y con la ansiada estación creció hermosa hierba verde en gran abundancia. El Burrito se puso muy contento; pero, sin embargo, le duró muy poco tiempo esta alegría. El campesino segó la hierba y luego la cargó a lomos del Burrito y la llevó a casa. Y luego volvió y la cargó nuevamente. Y otra vez. Y otra. De manera que al Burrito ya no le agradaba la primavera, a pesar de lo alegre que era y de su hierva verde.
Ay, cuándo llegará el verano, para no tener que cargar tanta hierba del prado! Vino el verano; mas no por hacer mucho calor mejoró la suerte del animal. Porque su amo le sacaba al campo y le cargaba con mieses y con todos los productos cosechados en sus huertos. El Burrito descontento sudaba la gota gorda, porque tenía que trabajar bajo los ardores del Sol. - Ay, qué ganas tengo de que llegue el otoño! Así dejaré de cargar haces de paja, y tampoco tendré que llevar sacos de trigo al molino para que allí hagan harina. Así se lamentaba el descontento, y ésta era la única esperanza que le quedaba, porque ni en primavera ni en verano había mejorado su situación.
Pasó el tiempo... Llegó el otoño. Pero, qué ocurrió? El criado sacaba del establo al Burrito cada día y le ponía la albarda. - Arre, arre! En la huerta nos están esperando muchos cestos de fruta para llevar a la bodega. El Burrito iba y venía de casa a la huerta y de la huerta a la casa, y en tanto que caminaba en silencio, reflexionaba que no había mejorado su condición con el cambio de estaciones.
El Burrito se veía cargado con manzanas, con patatas, con mil suministros para la casa. Aquella tarde le habían cargado con un gran acopio de leña, y el animal, caminando hacia la casa, iba razonando a su manera: - Si nada me gustó la primavera, menos aún me agrado el verano, y el otoño tampoco me parece cosa buena, Oh, que ganas tengo de que llegue el invierno! Ya sé que entonces no tendré la jugosa hierba que con tanto afán deseaba. Pero, al menos, podré descasar cuanto me apetezca. Bienvenido sea el invierno! Tendré en el pesebre solamente paja seca, pero la comeré con el mayor contento.
Y cuando por fin, llegó el invierno, el Burrito fue muy feliz. Vivía descansado en su cómodo establo, y, acordándose de las anteriores penalidades, comía con buena gana la paja que le ponían en el pesebre.
Ya no tenía las ambiciones que entristecieron su vida anterior. Ahora contemplaba desde su caliente establo el caer de los copos de nieve, y al Burrito descontento (que ya no lo era) se le ocurrió este pensamiento, que todos nosotros debemos recordar siempre, y así iremos caminando satisfechos por los senderos de la vida: Contentarnos con nuestra suerte es el secreto de la felicidad.

FIN

martes, 12 de agosto de 2008

Blancanieves y los siete enanitos


Había una vez, en pleno invierno, una reina que se dedicaba a la costura sentada cerca de una venta-na con marco de ébano negro. Los copos de nieve caían del cielo como plumones. Mirando nevar se pinchó un dedo con su aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la blanca nieve era tan bello, la reina se dijo.
-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!
Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.
Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió.
Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondía:
La Reina es la más hermosa de esta región.
Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina.
Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
el espejo respondió:
La Reina es la hermosa de este lugar,
pero la linda Blancanieves lo es mucho más.
Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.
Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:
-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:
-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.
Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo:
-¡Corre, pues, mi pobre niña!
Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.
Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió.
Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién comió en mi platito?
El tercero:
-¿Quién comió de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién comió de mis legumbres?
El quinto.
-¿Quién pinchó con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién cortó con mi cuchillo?
El séptimo:
-¿Quién bebió en mi vaso?
Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:
-¿Quién anduvo en mi lecho?
Los otros acudieron y exclamaron:
-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.
-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña!
Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche.
Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Como llegaste hasta nuestra casa?
Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.
Los enanos le dijeron:
-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.
-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos.
Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.
Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!
La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondió.
Pero, pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La Reina es la más hermosa de este lugar
La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible.
Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?
-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.
La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:
-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.
Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.
-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.
Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.
-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.
Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco.
Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!
Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces, como la vez anterior, respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar,
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.
-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.
Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró desde adentro y dijo:
-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.
Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo:
-Ahora te voy a peinar como corresponde.
La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.
-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo!
Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Y el espejito, respondió nuevamente:
La Reina es la más hermosa de este lugar.
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.
-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.
Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.
Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo:
-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.
-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.
-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.
-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.
Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo.
-Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!
Vuelta a su casa interrogó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación!
¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región.
Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo.
A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo.
La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.
Los enanos se dijeron:
-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.
Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro.
Entonces dijo a los enanos:
-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.
-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.
-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.
Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.
-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.
-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría.
Le contó lo que había pasado y le dijo:
-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer.
Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia.
También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
El espejo respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.
Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.
Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse.
Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.

El misterioso payaso malabarista


Había una vez un pueblo al que un día llegó un payaso malabarista. El payaso iba de pueblo en pueblo ganando unas monedas con su espectáculo. En aquel pueblo comenzó su actuación en la plaza, y cuando todos disfrutaban de su espectáculo, un niño insolente empezó a burlarse del payaso y a increparle para que se marchara del pueblo. Los gritos e improperios terminaron por ponerle nervioso, y dejó caer una de las bolas con las que hacía malabares. Algunos otros comenzaron a abuchearle por el error, y al final el payaso tuvo que salir de allí corriendo, dejando en el suelo las 4 bolas que utilizaba para su espectáculo.
Pero ni aquel payaso ni aquellas bolas eran corrientes, y durante la noche, cada una de las bolas mágicamente dio lugar a un niño igual al que había comenzado los insultos. Todas menos una, que dio lugar a otro payaso. Durante todo el día las copias del niño insolente anduvieron por el pueblo, molestando a todos, y cuando por la tarde la copia del payaso comenzó su espectáculo malabarista, se repitió la situación del día anterior, pero esta vez fueron 4 los chicos que increparon al payaso, obligándole a abandonar otras 4 bolas. Y nuevamente, durante la noche, 3 de aquellas bolas dieron lugar a copias del niño insolente, y la otra a una copia del payaso.
Y así fue repitiéndose la historia durante algunos días, hasta que el pueblo se llenó de chicos insolentes que no dejeban tranquilo a nadie, y los mayores del pueblo se decidieron a acabar con todo aquello. Firmemente, impidieron a ninguno de los niños faltar ni increpar a nadie, y al comenzar la actuación del payaso, según empezaban los chicos con sus insultos, un buen montón de mayores les impidieron seguir adelante, de forma que el payaso pudo completar su espectáculo y pasar la noche en el pueblo. Esa noche, 3 de las copias del niño insolente desaparecieron, y lo mismo ocurrió el resto de días, hasta que finalmente sólo quedaron el payaso y el niño auténtico.
El niño y todos en el pueblo habían comprobado hasta dónde podía extenderse el mal ejemplo, y a partir de entonces, en lugar de molestar a los visitantes, en aquel pueblo ponían todo su empeño para que pasaran un buen día, pues habían descubierto que hasta un humilde payaso podía enseñarles mucho.

La ratita presumida


Érase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.

“Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”

La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:

“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.

Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”

Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces”.

Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:

“No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta”.

Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.

Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario”.

El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:

“No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.”

Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.


FIN






El Mago de Oz

Dorita era una niña que vivía en una granja de Kansas con sus tíos y su perro Totó. Un día, mientras la niña jugaba con su perro por los alrededores de la casa, nadie se dio cuenta de que se acercaba un tornado. Cuando Dorita lo vio, intentó correr en dirección a la casa, pero su tentativa de huida fue en vano. La niña tropezó, se cayó, y acabó siendo llevaba, junto con su perro, por el tornado. Los tíos vieron desaparecer en cielo a Dorita y a Totó, sin que pudiesen hacer nada para evitarlo. Dorita y su perro viajaron a través del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido para ellos. Allí, encontraron unos extraños personajes y un hada que, respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran visitar al mago de Oz. Les indicaron el camino de baldosas amarillas, y Dorita y Totó lo siguieron.

En el camino, los dos se cruzaron con un espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro. Dorita le invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podría hacer por él. Y el espantapájaros aceptó. Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que, sentado debajo de un árbol, deseaba tener un corazón. Dorita le llamó a que fuera con ellos a consultar al mago de Oz. Y continuaron en el camino. Algún tiempo después, Dorita, el espantapájaros y el hombre de hojalata se encontraron a un león rugiendo débilmente, asustado con los ladridos de Totó. El león lloraba porque quería ser valiente. Así que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de Oz, con la esperanza de hacer realidad sus deseos.

Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió el portón, y finalmente pudieron explicar al mago lo que deseaban. El mago de Oz les puso una condición: primero tendrían que acabar con la bruja más cruel de reino, antes de ver solucionados sus problemas. Ellos los aceptaron. Al salir del castillo de Oz, Dorita y sus amigos pasaron por un campo de amapolas y aquél aroma intenso les hicieron caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venían de parte de la mala bruja. Cuando despertaron y vieron la bruja, lo único que se le ocurrió a Dorita fue arrojar un cubo de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haría desaparecer a la bruja. El cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua, en un pis-pas.

Rompiendo así el hechizo de la bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad, excepto Dorita. Totó, como era muy curioso, descubrió que el mago no era sino un anciano que se escondía tras su figura. El hombre llevaba allí muchos años pero ya quería marcharse. Para ello había creado un globo mágico. Dorita decidió irse con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se cayó y Dorita saltó tras él para salvarle. En su caída la niña soñó con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía: - Si quieres volver, piensa: “en ningún sitio se está como en casa”. Y así lo hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo. ¡Todo había sido un sueño! Un sueño que ella nunca olvidaría... ni tampoco sus amigos.

FIN

viernes, 30 de mayo de 2008

La Liebre y la Tortuga


En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.
- ¡Mirad la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día decidieron hacer una carrera entre ambas. Todos los animales se reunieron para verlo. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos.
La liebre corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo.
Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse.
Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó a dormir bajo un árbol. Pero, pasito a pasito, la tortuga avanzó hasta llegar a la meta.
Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero llegó tarde. La tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: NO HAY QUE BURLARSE NUNCA DE LOS DEMAS.

Alí Babá y los cuarenta ladrones


Había una vez un señor que se llamaba Alí Babá y que tenía un hermano que se llamaba Kassim. Alí Babá era honesto, trabajador, bueno, leñador y pobre. Kassim era deshonesto, haragán, malo, usurero y rico.Alí Babá tenía una esposa, una hermosa criada que se llamaba Luz de la Noche, varios hijos fuertes y tres mulas. Kassim tenía una esposa y muy mala memoria, pues nunca se acordaba de visitar a sus parientes, ni siquiera para preguntarles si se encontraban bien o si necesitaban algo. En realidad no los visitaba para que no le salieran pidiendo algo.
Un día en que Alí Babá estaba en el bosque cortando leña oyó un ruido que se acercaba y que se parecía al ruido que hacen cuarenta caballos cuando galopan. Se asustó, pero como era curioso trepó a un árbol.
Espiando, vio que eran, efectivamente, cuarenta caballos. Sobre cada caballo venía un ladrón, y cada ladrón tenía una bolsa llena de monedas de oro, vasos de oro, collares de oro y más de mil rubiés, zafiros, ágatas y perlas. Delante de todos iba el jefe de los ladrones.
Los ladrones pasaron debajo de Alí Babá y sofrenaron frente a una gran roca que tenía, más o menos, como una cuadra de alto y que era completamente lisa. Entonces el jefe de los ladrones gritó a la roca: "¡Sésamo: ábrete!". Se oyó un trueno y la roca, como si fuera un sésamo, se abrió por el medio mientras Alí Babá casi se cae del árbol por la emoción. Los ladrones entraron por la abertura de la roca con caballo y todo, y una vez que estuvieron dentro el jefe gritó: "¡Sésamo: ciérrate!". Y la roca se cerró.
"Es indudable -pensó Alí Babá sin bajar del árbol- que esa roca completamente lisa es mágica y que las palabras pronunciadas por el jefe de los ladrones tienen el poder de abrirla. Pero más indudable todavía es que dentro de esa extraña roca tienen esos ladrones su escondite secreto donde guardan todo lo que roban." Y en seguida se oyó otra vez un gran trueno y la roca se abrió. Los ladrones salieron y el jefe gritó: "¡Sésamo: ciérrate!". La roca se cerró y los ladrones se alejaron a todo galope, seguramente para ir a robar en algún lado. Cuando se pedieron de vista, Alí Babá bajó del árbol.
"Yo también entraré en esa roca -pensó-. El asunto será ver si otra persona, pronunciando las palabras mágicas, puede abrirla." Entonces, con todas las fuerzas que tenía, gritó: "¡Sésamo: ábrete!". Y la roca se abrió.
Después de tardar lo que se tarda en parpadear, se lanzó por la puerta mágica y entró. Y una vez dentro se encontró con el tesoro más grande del mundo. "¡Sésamo: ciérrate!", dijo después. La roca se cerró con Alí Babá dentro y él, con toda tranquilidad, se ocupó de meter en una bolsa una buena cantidad de monedas de oro y rubiés. No demasiado: lo suficiente como para asegurarse la comida de un año y tres meses. Después dijo: "¡Sésamo ábrete!". La roca se abrió y Alí Babá salió con la bolsa al hombro. Dijo: "¡Sésamo: ciérrate!" y la roca se cerró y él volvió a su casa, cantando de alegría. Pero cuando su esposa lo vio entrar con la bolsa se puso a llorar.
-¿A quién le robaste eso? -gimió la mujer.
Y siguió llorando. Pero cuando Alí Babá le contó la verdadera historia, la mujer se puso a bailar con él.
-Nadie debe enterarse que tenemos este tesoro -dijo Alí Babá-, porque si alguien se entera querrá saber de dónde lo sacamos, y si le decimos de dónde lo sacamos querrá ir también él a esa roca mágica, y si va puede ser que los ladrones lo descubran, y si lo descubren terminarán por descubrirnos a nosotros. Y si nos descubren a nosotros nos cortarán la cabeza. Enterremos todo esto.
-Antes contemos cuántas monedas y piedras preciosas hay -dijo la mujer de Alí Babá.
-¿Y terminar dentro de diez años? ¡Nunca! -le contestó Alí Babá.
-Entonces pesaré todo esto. Así sabré, al menos aproximadamente, cuánto tenemos y cuánto podremos gastar -dijo la mujer.
Y agregó:
-Pediré prestada una balanza.
Desgraciadamente, la mujer de Alí Babá tuvo la mala idea de ir a la casa de Kassim y pedir prestada la balanza. Kassim no estaba en ese momento, pero sí su esposa.
-¿Y para qué quieres la balanza? -le preguntó la mujer de Kassim a la mujer de Alí Babá.
-Para pesar unos granos -contestó la mujer de Alí Babá.
"¡Qué raro! -pensó la mujer de Kassim-. Éstos no tienen ni para caerse muertos y ahora quieren una balanza para pesar granos. Eso sólo lo hacen los dueños de los grandes graneros o los ricos comerciantes que venden granos."
-¿Y qué clase de granos vas a pesar? - le preguntó la mujer de Kassim después de pensar lo que pensó.
-Pues granos... -le contestó la mujer de Alí Babá.
-Voy a prestarte la balanza -le dijo la mujer de Kassim.
Pero antes de prestársela, y con todo disimulo, la mujer de Kassim untó con grasa la base de la balanza.
"Algunos granos se pegarán en la grasa, y asi descubriré qué estuvieron pesando realmente", pensó la mujer de Kassim.
Alí Babá y su mujer pesaron todas las monedas y las piedras preciosas. Después devolvieron la balanza. Pero un rubí había quedado pegado a la grasa.-De manera que éstos son los granos que estuvieron pesando -masculló la mujer de Kassim-
Se lo mostraré a mi marido.
Y cuando Kassim vio el rubí, casi se muere del disgusto.
Y él, que nunca se acordaba de visitar a Alí Babá, fue corriendo a buscarlo. Sin saludar a nadie, entró en la casa de su hermano en el mismo momento en que estaban por enterrar el tesoro.
-¡Sinvergüenzas! -gritó-. Ustedes siempre fueron unos pobres gatos. Díganme de dónde sacaron ese maravilloso tesoro si no quieren que los denuncie a la policía.
Y se puso a patalear de rabia. Alí Babá, resignado, comprendió que lo mejor sería contarle la verdad.
-Mañana mismo iré hasta esa roca y me traeré todo a mi casa -dijo Kassim cuando terminaron de explicarle.
A la mañana siguiente, Kassim estaba frente a la roca dispuesto a pronunciar las palabras mágicas.
Había llevado 12 mulas y 24 bolsas; tanto era lo que pensaba sacar.
-¿Qué era lo que tenía que decir? -se preguntó Kassim-. Ah, sí, ahora recuerdo... Y muy emocionado exclamó: "¡Sésamo: ábrete!".
La roca se abrió y Kassim entró. Después dijo "Sésamo: ciérrate", y la roca se cerró con él dentro.
Una hora estuvo Kassim parado frente a las montañas de moneda de oro y de piedras preciosas.
"Aunque tenga que venir todos los días -pensó-, no dejaré la más mínima cosa de valor que haya aquí. Me lo voy a llevar todo a mi casa." Y se puso a morder las monedas para ver si eran falsas. Después empezó a elegir entre las piedras preciosas. "Aunque me las llevaré todas, es mejor que empiece por las más grandes, no vaya a ser que por h o por b mañana no pueda venir y me quede sin las mejores." La elección le llevó unas cinco horas. Pero en ningún momento se sintió cansado. "Es el trabajo más hermoso que hice en mi vida. Gracias al tonto de mi hermano, me he convertido en el hombre más rico del mundo." Y cuando cargó las 24 bolsas se dispuso a partir.
-¿Qué era lo que tenía que decir? -se preguntó-. Ah, sí ahora recuerdo... Y muy emocionado dijo: "Alpiste: ábrete".
Pero la roca ni se movió.
-¡Alpiste: ábrete! -repitió Kassim.
Pero la roca no obedeció.
-Por Dios -dijo Kassim-, olvidé el nombre de la semilla. ¿Por qué no lo habré anotado en un papelito?
Y, desesperado, empezó a pronunciar el nombre de todas las semillas que recordaba: "Cebada: ábrete"; "Maíz: ábrete"; "Garbanzo: ábrete".
Al final, totalmente asustado, ya no sabía qué decir: "Zanahoria: ábrete"; "Coliflor: ábrete"; "Calabaza: ábrete".
Hasta que la roca se abrió. Pero no por Kassim sino por los cuarenta ladrones que regresaban. Y cuando vieron a Kassim, le cortaron la cabeza.
-¿Cómo habrá entrado aquí? -preguntó uno de los ladrones.
-Ya lo averiguaremos -dijo el jefe-. Ahora salgamos a robar otra vez.
Y se fueron a robar, después de dejar bien cerrada la roca.
Pero Alí Babá estaba preocupado porque Kassim no regresaba. Entonces fue a buscarlo a la roca.
Dijo "Sésamo: ábrete", y cuando entró vio a Kassim muerto. Llorando, se lo llevó a su casa para darle sepultura. Pero había un problema: ¿qué diría a los vecinos? Si contaba que Kassim había sido muerto por los ladrones se descubriría el secreto, y eso, ya lo sabemos, no convenía.
-Digamos que murió de muerte natural -dijo Luz de la Noche.¿Cómo vamos a decir eso? Nadie se muere sin cabeza -dijo Alí Babá.-Yo lo resolveré -dijo Luz de la Noche, y fue a buscar a un zapatero.

Camina que camina, llegó a la casa del zapatero. "Zapatero -le dijo-, voy a vendarte los ojos y te llevaré a mi casa." "Eso nunca -le contestó el zapatero-. Si voy, iré con los ojos bien libres." "No", repuso Luz de la Noche. Y le dio una moneda de oro. "¿Y para qué quieres vendarme los ojos?", preguntó el zapatero. "Para que no veas adónde te llevo y no puedas decir a nadie dónde queda mi casa", dijo Luz de la Noche, y le dio otra moneda de oro. "¿Y qué tengo que hacer en tu casa?" preguntó el zapatero. "Coser a un muerto", le explicó Luz de la Noche. "Ah, no -dijo el zapatero-, eso sí que no", y tendió la mano para que Luz de la Noche le diera otra moneda.
-Está bien -dijo el zapatero después de recibir la moneda-, vamos a tu casa. Y fueron. El zapatero cosió la cabeza del muerto, uniéndola. Y todo lo hizo con los ojos vendados. Finalmente volvió a su casa acompañado por Luz de la Noche y allí se quitó la venda.
-No cuentes a nadie lo que hiciste -le advirtió Luz de la Noche.
Y se fue contenta, porque con su plan ya estaba todo resuelto. De manera que cuando los vecinos fueron informados que Kassim había muerto, nadie sospechó nada.
Y eso fue lo que pasó con Kassim, el malo, el haragán, el de mala memoria. Pero resulta que los ladrones volvieron a la roca y vieron que Kassim no estaba. Ninguno de los ladrones era muy inteligente que digamos, pero el jefe dijo:
-Si el muerto no está, quiere decir que alguien se lo llevó.
-Y si alguien se lo llevó, quiere decir que alguien salió de aquí llevándoselo -dijo otro ladrón.
-Pero si alguien salió de aquí llevándoselo, quiere decir que primero entró alguien que después se lo llevó -dijo el jefe de los ladrones.
-¿Pero cómo va a entrar alguien si para entrar tiene que pronunciar las palabras mágicas secretas, que por ser secretas nadie conoce? -dijo otro ladrón.
Después de cavilar hasta el anochecer, el jefe dijo:
-Quiere decir que si alguien salió llevándose a ese muerto, quiere decir que antes de salir entró, porque nadie puede salir de ningún lado si antes no entra. Quiere decir que el que entró pronunció las palabras secretas.
-¿Y eso qué quiere decir? -preguntaron los otros 39 ladrones.
-¡Quiere decir que alguien descubrió el secreto! -contestó el jefe.
-¿Y eso qué quiere decir? -preguntaron los 39.
-¡Que hay que cortarle la cabeza!
-¡Muy bien! ¡Cortémosela ahora mismo!
Y ya salían a cortarle la cabeza cuando el jefe dijo: "Primero tenemos que saber quién es el que descrubrió nuestro secreto. Uno de ustedes debe ir al pueblo y averiguarlo."
-Yo iré -dijo el ladrón número 39. (El número 40 era el jefe).
Cuando el ladrón número 39 llegó al pueblo, pasó frente al taller de un zapatero y entró. Dio la casualidad de que era el zapatero que ya sabemos.
-Zapatero -dijo el ladrón número 39-, estoy buscando a un muerto que se murió hace poco.¿No lo viste?
-¿Uno sin cabeza? - preguntó el zapatero.
-El mismo -dijo el ladrón número 39.
-No, no lo vi -dijo el zapatero.
-De mí no se ríe ningún zapatero -dijo el ladrón-. Bien sabes de quién hablo.
-Sí que sé, pero juro que no lo vi.
Y el zapatero le contó todo.
-Qué lástima -se lamentó el 39-, yo quería recompensarte con esta linda bolsita. Y le mostró una bolsita llena de moneditas de oro.
-Un momento -dijo el zapatero-, yo no vi nada, pero debes saber que los ciegos tienen muy desarrollados sus otros sentidos. Cuando me vendaron los ojos, súbitamente se me desarrolló el sentido del olfato. Creo que por el olor podría reconocer la casa a la que me llevaron.
Y agregó: "Véndame los ojos y sígueme. Me guiaré por mi nariz".
Así se hizo. Con su nariz al frente fue el zapatero oliendo todo. Detrás de él iba el ladrón número 39. Hasta que se pararon frente a una casa. "Es ésta -dijo el zapatero-. La reconozco por el olor de la leña que sale de ella."
-Muy bien -respondió el ladrón número 39-.
Haré una marca en la puerta para que pueda guiar a mis compañeros hasta aquí y cumplir nuestra venganza amparados por la oscuridad de la noche.
Y el ladrón hizo una cruz en la puerta. Después, ladrón y zapatero se fueron, cada cual por su camino. Pero Luz de la Noche había visto todo. Entonces salio a la calle y marcó la puerta de todas las casas con una cruz igual a la que había hecho el ladrón. Después se fue a dormir muy tranquila.
-Jefe -dijo el ladrón número 39 cuando volvió a la guarida secreta-, con ayuda de un zapatero descubrí la casa del que sabe nuestro secreto y ahora puedo conducirlos hasta ese lugar.
-¿Aun en la oscuridad de la noche? ¿No te equivocarás de casa? -preguntó el jefe.
-No. Porque marqué la puerta con una cruz.
-Vamos -dijeron todos.
Y blandiendo sus alfanjes se lanzaron a todo galope.
-Ésta es la casa -dijo el ladrón número 39 cuando llegaron a la primera puerta del pueblo.
-¿Cuál? -preguntó el jefe.
-La que tiene la cruz en la puerta.
-¡Todas tienen una cruz! ¿Cuántas puertas marcaste?
El ladrón número 39 casi se desmaya. Pero no tuvo tiempo porque el jefe, enfurecido, le cortó la cabeza. Y, sin pérdida de tiempo, ordenó el regreso. No querían levantar sospechas.
-Alguien tiene que volver al pueblo, hablar con ese zapatero y tratar de dar con la casa.
-Iré yo -dijo el ladrón número 38.
Y fue.
Y encontró la casa del zapatero. Y el zapatero se hizo vendar los ojos. Y le señaló la casa. Y el ladrón número 38 hizo una cruz en la puerta. Pero de color rojo y tan chiquita que apenas se veía. Después, zapatero y ladrón se fueron, cada cual por su camino.
Pero Luz de la Noche vio todo y repitió la estratagema anterior: en todas las puertas de la vecindad marcó una cruz roja, igual a la que había hecho el bandido.
-Jefe, ya encontré la casa y puedo guiarlos ahora mismo -dijo el ladrón número 38 cuando volvió a la roca mágica.
-¿No te confundirás? -dijo el jefe.
-No, porque hice una cruz muy pequeña, que solo yo sé cuál es.
Y los treinta y nueve ladrones salieron a todo galope.
-Esta es la casa -dijo el ladrón número 38 cuando llegaron a la primera puerta del pueblo.
-¿Cuál? -preguntó el jefe.
-La que tiene esa pequeña cruz colorada en la puerta.
-Todas tienen una pequeña cruz colorada en la puerta -dijo el jefe de los bandidos. Y le cortó la cabeza.
Después el jefe dijo: "Mañana hablaré yo con ese zapatero". Y ordenó el regreso. Al día siguiente el jefe de los ladrones buscó al zapatero. Y lo encontró. Y el zapatero se hizo vendar los ojos. Y lo guió. Y le mostró la casa. Pero el jefe no hizo ninguna cruz en la puerta ni otra señal. Lo que hizo fue quedarse durante diez minutos mirando bien la casa.
-Ahora soy capaz de reconocerla entre diez mil casas parecidas.
Y fue en busca de sus muchachos.
-Ladrones -les dijo-, para entrar en la casa del que descubrió nuestro secreto y cortarle la cabeza sin ningún problema, me disfrazaré de vendedor de aceite. En cada caballo cargaré dos tinas de aceite sin aceite. Cada uno de ustedes se esconderá en una tina y cuando yo dé la orden ustedes saldrán de la tina y mataremos al que descubrió nuestro secreto y a todos los que salgan a defenderlo.
-Muy bien -dijeron los ladrones.
Los caballos fueron cargados con las tinas y cada ladrón se metió en una de ellas. El jefe se disfrazó de vendedor de aceite y después tapó las tinas.
Esa tarde los 38 ladrones entraron en el pueblo. Todos los que los vieron entrar pensaban que se trataba de un vendedor que traía 37 tinas de aceite.
Llegaron a la casa de Alí Babá y el jefe de los ladrones pidió permiso para pasar.
-¿Quién eres? -preguntó Alí Babá.
-Un pacífico vendedor de aceite -dijo el jefe de los bandidos-. Lo único que te pido es albergue, para mí y para mis caballos.
-Adelante, pacífico vendedor -dijo Alí Babá.
Y les dio albergue. Y también comida, y dulces y licores. Pero el jefe de los ladrones lo único que quería era que llegara la noche para matar a Alí Babá y a toda su familia.
Y la noche llegó.
Pero resulta que hubo que encender las lámparas.
"Nos hemos quedado sin una gota de aceite -dijo Luz de la Noche-, y no puedo encender las lámparas. Por suerte hay en casa un vendedor de aceites; sacaré un poco de esas grandes tinas que él tiene."
Luz de la Noche tomó un pesado cucharón de cobre y fue hasta la primera tina y levantó la tapa. El ladrón que estaba adentro creyó que era su jefe que venía a buscarlo para lanzarse al ataque, y asomó la cabeza.
-¡Qué aceite más raro! -exclamó Luz de la Noche, y le dio con el cucharón en la cabeza.
El ladrón no se levantó más.
Luz de la Noche fue hasta la segunda tina y levantó la tapa, y otro ladrón asomó la cabeza, creyendo que era su jefe.
-Un aceite con turbantes -dijo Luz de la Noche.
Y le dio con el cucharón. El ladrón no se levantó más. Tina por tina recorrió Luz de la Noche, y en todas le pasó lo mismo. A ella y al que estaba adentro. Enojadísima, fue a buscar al vendedor de aceite, y blandiendo el cucharón le dijo:
-Es una vergüenza. No encontré ni una miserable gota de aceite en ninguna de sus tinas. ¿Con qué enciendo ahora mis lámparas?
Y le dio con el cucharón en la cabeza.
El jefe de los ladrones cayó redondo.
-¿Por qué tratas así a mis huéspedes? -preguntó Ali Babá.
Entonces Luz de la Noche quitó el disfraz al jefe de la banda y todo quedó aclarado. Como es de imaginar, los ladrones recibieron su merecido.
Y eso fue lo que pasó con ellos.
En cuanto a Alí Babá, dicen que al día siguiente fue a buscar algunas monedas de oro a la roca, y que cuando llegó no encontró nada: la roca había desaparecido, con tesoro y todo.
Pero ésta es una versión que ha comenzado a circular en estos días, y no se ha podido demostrar.

martes, 20 de mayo de 2008

El ciervo engreído


Erase una vez... un ciervo muy engreído. Cuando se detuvo para beber en un arroyuelo, se contemplaba en el espejo de sus aguas. "¡Qué hermoso soy!", se decía, ¡No hay nadie en el bosque con unos cuernos tan bellos!" Como todos los ciervos, tenía las piernas largas y ligeras, pero él solía decir que preferiría romperse una pierna antes de privarse de un solo vástago de su magnífica cornamenta.

¡Pobre ciervo, cuán equivocado estaba! Un día, mientras pastaba tranquilamente unos brotes tiernos, escuchó un disparo en la lejanía y ladridos pe perros...! ¡Sus enemigos! Sintió temor al saber que los perros son enemigos acérrimos de los ciervos, y difícilmente podría escapar de su persecución si habían olfateado ya su olor. ¡Tenía que escapar de inmediato y aprisa! De repente, sus cuernos se engancharon en una de las ramas más bajas. Intentó soltarse sacudiendo la cabeza, pero sus cuernos fueron aprisionados firmemente en la rama. Los perros estaban ahora muy cerca. Antes de que llegara su fin, el ciervo aún tuvo tiempo de pensar: "¡Que error cometí al pensar que mis cuernos eran lo más hermoso de mi físico, cuando en realidad lo más preciado era mis piernas que me hubiesen salvado, no mi cornamenta que me traicionó"

FIN